La propuesta consiste en desentrañar el sentido y motivaciones que informan las recurrentes iniciativas acerca de la necesidad de implementar reformas laborales, que suelen tener en común postulados flexibilizadores. Mediante un análisis de los elementos conceptuales que definen y brindan identidad al Derecho del Trabajo, sin pretender una objetivación cientificista sino desde una manifiesta subjetividad y toma de posición, con el afán de que sirvan de disparadores para polémicas en torno al Presente y Futuro del Sistema de Relaciones del Trabajo, sus Fuentes regulatorias y el Rol que le corresponde al Estado.
SUMARIO: 1. Introducción 2. Los Regímenes Jurídicos existentes. Un Derecho tutelar unidireccional 3. Las Reformas Laborales 4. Reflexiones propositivas
1.- INTRODUCCION
Las excepcionales circunstancias por las que atraviesa el mundo nos invita a reflexionar acerca de cuestiones diversas relativas al trabajo, a su regulación y al grado de efectividad de las tutelas implementadas, a los cambios que se han verificado en la forma de organizar la producción de bienes y servicios, la suficiencia de la normativa vigente o la necesidad de su reforma y, en su caso, el sentido como los alcances que deberían informar su modificación.
Los datos históricos son elocuentes y contestes en el sentido de que el otrora denominado “Nuevo Derecho” o “Derecho Social” apareció para dar respuesta a situaciones y relaciones que no podían ser contenidas por otras áreas jurídicas. Las clásicas instituciones del Derecho Comercial o del Derecho Civil no eran aptas para captar el fenómeno laboral, ni podían brindarle una adecuada regulación.
Es más, la noción de “contrato” para explicar la naturaleza jurídica y el instituto normativo contenedor de la relación de empleo -que hasta el día de hoy sigue siendo objeto de razonables controversias-, tampoco ha satisfecho por completo ni ha brindado una respuesta integral a ese fenómeno.
El Derecho Laboral vino a cubrir ese universo que revela características peculiares, resultando en consecuencia su autonomía y la fisonomía propia de esta Disciplina. Que responde, por una parte, a la existencia de múltiples aspectos que incluso en los vínculos personalizados de la contratación laboral -en el denominado Derecho Individual del Trabajo-, están alcanzados por vectores colectivos que diseñan particulares relaciones entre las fuentes normativas.
Por otro lado, en razón de la trascendencia social y política que poseen enorme cantidad de cuestiones atinentes al mundo laboral, sus fronteras se expanden más allá del empleo formal con una vocación comprensiva de categorías tales como los desempleados, los subempleados (que comprenden zonas grises, como cierto “cuentapropismo” y “cooperativismo”) y hasta trabajadores a los que se les acuerdan calificaciones engañosas (“colaboradores”, “asociados” “emprendedores”, entre otros muchos eufemismos) y están sujetos a aceptar todo tipo de abusos en el desempeño de sus tareas.
El Derecho como disciplinador de conductas, ordenador de intereses y ejecutor de las políticas del Estado, es entonces el que opera sobre esos datos de la realidad –existente y proyectada- para concebir las instituciones adecuadas que le brinden contención.
La hiposuficiencia del trabajador de principios del siglo XX no ha desaparecido luego de cien años de historia, sigue siendo un rasgo propio de las relaciones laborales. Los problemas que enfrentan quienes encuentran su diario sustento y su posible realización personal a través de la utilización de su fuerza de trabajo, tampoco. Ni han quedado en el pasado, las dificultades que se oponen a diario para conformar una organización gremial.
Por el contrario, el crecimiento desmedido de las Corporaciones Económicas que superan a muchos Estados nacionales en dimensión de poder real y en factibilidad operatoria para el logro de sus fines particulares, junto a procesos complejos como el de la “Globalización” y de la “Transnacionalización” de las organizaciones empresarias, indican con claridad la acentuación -y no la eliminación- de la problemática que se enfrentaba en los inicios del Capitalismo.
La modernización del Derecho en general, a la que no escapa ninguna de sus Ramas, es una impronta que está en la raíz misma de todo Ordenamiento Jurídico. Los cambios que se operan en la Realidad deben ser captados por el Derecho, pues su vocación regulatoria sólo se consagra en la ordenación de aquéllos e incluso en la incidencia que sobre los mismos ejerza, inhibiendo o estimulando esas alteraciones.
Entonces, no se trata de negar la eventual necesidad de actualizar el Derecho Laboral, sino de precisar, en su caso, hasta donde la “actualización” presunta o pretendida preserva su identidad o, muy por el contrario, conlleva a su abrogación práctica. Toda vez que no cualquier modo de implementar la tutela del trabajador, de sus derechos e intereses, supone un real acatamiento del mandato “protectorio” que es la clave de bóveda del Derecho del Trabajo.
De allí que resulten falaces ciertos razonamientos que, enfocando a la normativa reguladora de un instituto al que se precariza y flexibiliza a ultranza, pretenden que no se pone en juego el Principio Protectorio, alegando que ese axioma “no se discute” sino que, meramente, se trata de nuevas aplicaciones prácticas. Que el propósito sería el de ir adecuando sus instituciones a las mutaciones que se operan en la realidad, en las formas de producir, en los modos de organizar y desarrollar el trabajo, en la evolución social que posibilita el retiro o una presencia menos acentuada del Estado en el desenvolvimiento de las relaciones individuales de trabajo.
Las desregulaciones o, en realidad, las nuevas regulaciones de menor tutela que desde esa perspectiva se proponen, es frecuente que se enuncien como vías idóneas para combatir la desocupación, a pesar de que –como ya se advirtiera con claridad en las dramáticas experiencias de nuestros países- carecen de toda factibilidad de lograr objetivos superadores de las situaciones de desempleo.
Aunque parezca absurdo y hasta algo exagerado a esta altura de los tiempos, cuando lleva ya más de un siglo de instalada con personalidad propia y definida la llamada “cuestión social”, los continuos y cada días más virulentos embates que sufre el Derecho del Trabajo imponen plantearnos algunos de sus “dogmas”, persiguiendo un doble propósito: analizar su real vigencia actual y determinar -o si se prefiere, redefinir- qué constituye el núcleo básico que le acuerda identidad en el campo jurídico.
2.- LOS REGIMENES JURIDICOS EXISTENTES. UN DERECHO TUTELAR UNIDIRECCIONAL
Acerca del Derecho del Trabajo
La desigualdad en las relaciones entre el Capital y el Trabajo constituye un dato estructural que, a su vez, determina el sentido protectorio del Derecho del Trabajo y la exigencia de generar normativamente otras desigualdades -pero de sentido contrario- en la búsqueda de equilibrios indispensables allí donde se cruzan -y a menudo colisionan- derechos económicos con derechos sociales y humanos fundamentales.
De tal suerte que la dinámica propia de las relaciones del trabajo impone una permanente atención y acción en procura de mantener, como de consolidar, los estándares tutelares. Pero, además, en pos de ampliarlos tanto en cuanto a la intensidad protectoria como a extender los márgenes del universo laboral en función de medidas promocionales.
Es oportuno recordar que, recién, con motivo de las luchas de las trabajadoras y trabajadores, como de su organización gremial, se produjo un interés de los Estados por regular las relaciones del trabajo y las conflictividades que les eran inherentes que, por entonces, se identificaron genéricamente como la “cuestión social”.
Si bien en cada país puede reconocerse una historicidad singular en el desenvolvimiento de las legislaciones que encararon esa temática, en líneas generales se iniciaron con la sanción de normas específicas que fueron adoptando con el tiempo algún grado de sistematicidad y, luego, a lo largo del siglo XX fueron encontrando su consagración constitucional a partir del año 1917 (Constitución de Méjico).
De todo ello surgió esta nueva disciplina jurídica denominada Derecho del Trabajo, que se asentó en un principio rector de protección al trabajo y considerando a las personas que trabajan como sujetos de preferente tutela, determinando su unidireccionalidad tutelar.
Ordenamiento Jurídico especial que, apretadamente, podría sintetizarse en algunas reglas básicas: de la norma más favorable, de la condición más beneficiosa y del respeto al Orden Público Laboral estableciendo mínimos inderogables e indisponibles. Todo ello en sintonía con el Principio de Progresividad de sus distintas fuentes, que define un orden de prelación entre las mismas no ceñido a su jerarquía sino a la que provea una solución del conflicto normativo más conveniente para el trabajador.
Un dato relevante es que entre las fuentes de ese Derecho la proveniente de la autonomía colectiva, expresada en los contratos o convenios colectivos de trabajo, fue asumiendo una singularidad e importancia creciente, a la par que le brindó uno de sus elementos caracterizantes y distintivos.
Sin embargo, la fortaleza y potencialidad de la fuente colectiva estaba -y sigue estando- ligada al grado de desarrollo, estructura y organicidad de los sindicatos. En consecuencia, la producción normativa estatal posee un valor fundamental tanto en lo que concierne al marco regulatorio que refleje la vigencia efectiva de la libertad sindical, como en la reglamentación heterónoma de las relaciones individuales del trabajo.
Fácil será advertir entonces, que partiendo del principio rector (protectorio), de sus fuentes y de la peculiar proyección de las normas de Orden Público, la razón de ser del Derecho del Trabajo se subsume en su función tutelar –unidireccional- que responde a la asimetría propia de las relaciones jurídicas que contempla.
Tutelas, cuya intensidad corresponde acrecentar en la medida de la mayor hiposuficiencia negocial, el menor amparo sindical o el aumento de los riesgos de vulnerabilidad que ciertas personas, grupos, sectores o colectivos obreros presenten.
Premisa que adquiere mayor vigencia en tiempos de crisis económicas, por su impacto en el nivel de ocupación y en la caída del empleo que conlleva a un inexorable debilitamiento para la defensa o ejercicio de los derechos.
Colectivos y vulnerabilidades
No es sencillo ni prudente efectuar generalizaciones en torno a la identificación, con perspectiva histórica, de quienes pueden considerarse más desfavorecidos dentro del mundo del trabajo. Tomando en cuenta, que el respeto de los derechos civiles y políticos es una condición previa para el ejercicio de los derechos laborales y los inherentes a la libertad sindical, y que Latinoamérica exhibe recurrentes episodios que interrumpieron o degradaron la vida institucional, como ha sucedido en el caso de Argentina.
En igual sentido cabe considerar que las economías y las matrices productivas de los países “emergentes” o subdesarrollados muestran, dentro de una común incidencia del capitalismo multinacional, diferencias significativas que tampoco permiten un diagnóstico de esa naturaleza que suponga un fiel reflejo de sus realidades particulares y que, a su vez, de cuenta de sus notas homogeneizantes.
En los límites de esta presentación, partiendo de los condicionamientos antes aludidos, se intentará enunciar algunas cuestiones y criterios que permitan distinguir ciertos rasgos definitorios de grupos o sectores particularmente vulnerables en todos o buena parte de los Estados de la región.
Las discriminaciones negativas en razón del sexo, de la raza o etnia, por la orientación política, gremial o sexual, como por discapacidades, son posibles de señalar en relación a condiciones sociales o personales que, en mayor o menor medida, determinan una desigualdad de trato y de oportunidades que es necesario atender, erradicar o en su caso compensar.
La situación socioeconómica, el nivel de acceso a la educación formal y laboral, también juegan un papel importante a la hora de identificar la vulnerabilidad, siquiera potencial pero mayormente real y efectiva, a la que las personas se encuentran expuestas.
Sin prescindir de esos factores que, seguramente, tienen también incidencia, pueden encontrarse analogías claras respecto de ciertos grupos o colectivos que se muestran especialmente desfavorecidos y que suelen evidenciar un atraso notable con relación a la evolución general de los derechos laborales en cada uno de nuestros países.
En actividades como la construcción, el trabajo rural, doméstico, a domicilio –ligado a la industria y a los servicios- o en aquellas que se nos presentan como no alcanzadas por una relación de empleo y con mayor informalidad, suelen no respetarse elementales condiciones de trabajo, límite horario alguno ni ser alcanzadas plenamente por dispositivos de la seguridad social.
Es corriente también que en ellas se incorpore al trabajo a otras personas o a familiares del trabajador o trabajadora originalmente contratado, se fije una retribución a destajo puro (sólo por rendimiento sin contar con un salario mínimo garantizado) o un jornal único -en general exiguo- con prescindencia de la cantidad de los sean ocupados efectivamente para el desempeño de la tarea asignada.
Detectándose, también, otros factores facilitadores de la imposición de tales condiciones, como: el desempeño de las tareas con cierto grado de aislamiento; la precariedad de los empleos y un mayor riesgo de perderlo pasando a engrosar listas patronales de personal conflictivo; los bajos niveles de instrucción, escolaridad y formación profesional.
En ese orden de ideas, no es ocioso destacar ciertas características que acentúan la vulnerabilidad que resultan de las formas de organizar y ejecutar el trabajo, de las prácticas de segmentación, tercerización y descentralización productiva, o de una aparente autonomización del trabajo como ocurre con quienes son ocupados a través de diversas Plataformas Digitales (APP)
Todos esos ámbitos registran, además, una casi inexistente actividad sindical y real vigencia
-en los casos en que la haya- de regulaciones provenientes de la autonomía colectiva.
Esa debilidad notable en orden a la organización gremial de los trabajadores que aparece como un común denominador, exige promover e implementar mecanismos idóneos para facilitar su sindicalización y el acceso a la negociación colectiva; así como potenciar las fuentes heterónomas, en donde es crucial la actividad estatal.
Las consideraciones precedentes y las notas tipificantes del desenvolvimiento de las relaciones laborales en colectivos de más alta vulnerabilidad, ponen de manifiesto que para esos sectores no basta con la existencia de ciertos niveles de protección general, sino que es preciso contar con políticas activas de promoción y de tutelas específicas que compensen en mayor y mejor medida los factores que redundan en su disfavor.
Caracterizaciones comunes
Esos colectivos laborales denotan debilidades estructurales, que resultan de circunstancias tales como la pobreza -a veces extrema- que afecta a quienes se desempeñan en esas labores; los bajos niveles educativos o la exigua calificación profesional; el acentuado sometimiento de las personas ocupadas en ese tipo de tareas; la organización del trabajo a través de extenuantes jornadas, sin parámetros salariales claros y con frecuencia en base a remuneraciones sólo determinadas a destajo.
Se agrega, la prevalencia de sistemas de labor en los que campean la informalidad y las cadenas de subcontratación que dificultan la identificación del empleador real; la naturalización de un trabajo privado de toda protección legal y de amparo en la seguridad social, sin registración alguna, Que potencian otros atributos personales como la nacionalidad, el sexo u orientación sexual, étnicos, religiosos, políticos o gremiales que determinan situaciones de discriminación negativa, acentuando el desamparo en el cual son colocados dentro del mundo del trabajo.
En igual sentido, es preciso ponderar la influencia de las migraciones tanto las internas como las internacionales y, particularmente, las regionales; la conformación del grupo familiar de los trabajadores, en tanto suelen ser víctimas de una mayor explotación que puede llegar a configurar casos de trata de personas; y muy especialmente, las políticas neoliberales (flexibilizadoras) que determinan por sí o coadyuvan al desempleo estructural y a la consiguiente precarización laboral.
Es frecuente verificar, también, ante la inexistencia o -en el mejor de los casos- la notoria debilidad de las asociaciones gremiales que representen a esos colectivos, el notable incremento de prácticas antisindicales en perjuicio de quienes alientan o activan la organización de los trabajadores, con la consecuente baja tasa de afiliación en esos sectores, cuando no la cooptación patronal de dirigentes gremiales que suma al desaliento de toda actividad sindical.
La nula o baja sindicalización, la inconsistencia consiguiente de las organizaciones gremiales, la ausencia de representaciones sindicales en los establecimientos o lugares de trabajo, conllevan a una muy escasa capacidad de conflicto. A partir de ello y de la acotada expresión de la negociación colectiva, es que poco puede esperarse de una regulación efectiva del trabajo desde esa fuente de producción normativa y dirigida a los grupos, sectores o personas comprendidas en las categorías a las que se viene haciendo referencia.
3.- LAS REFORMAS LABORALES
Políticas de Estado
La Política que en general es la herramienta para lograr las transformaciones sociales, encuentra en el Estado su mayor expresión para acudir a restañar las desigualdades, discriminaciones y precarizaciones que, lógicamente, se proyectan y se acrecientan en el ámbito laboral mediando altas tasas de desocupación.
La ausencia de políticas o, lo que es lo mismo, su subordinación al Mercado o a los supuestos mandatos de la Economía –presentada ésta como prescindente de los dictados de los factores que la gobiernan-, se traduce en un Estado también ausente que nos deja librados a las fuerzas del Capital y la consiguiente prevalencia de los poderes fácticos en favor de los cuales deben sacrificarse los derechos sociales y laborales de las grandes mayorías.
La descripción precedente evidencia que para los sectores expuestos a una mayor vulnerabilidad no cabe esperar grandes, ni menos aún rápidos, cambios en su favor que provengan sólo o principalmente de las propias fuerzas de los trabajadores organizados y de las acciones que entablen con ese objetivo.
Puesto que además de las debilidades que le son inherentes, exacerbadas por la consecuente ausencia o el bajo nivel de sindicalización, la ostensible desigualdad con las fuerzas que se le oponen y que a veces coinciden con la falta de solidaridad de otras expresiones sindicales más consolidadas, conllevan a una mayor precariedad que neutraliza o minimiza todo esfuerzo por superar sus mismas limitaciones.
Es entonces donde la presencia del Estado es la que puede -y debe- salir en su auxilio procurando mayores niveles de inclusión y de igualación, tanto potenciando las fuentes heterónomas como con la adopción de medidas de discriminación positiva que brinden mayores equilibrios o sustituyan –y complementen- las decisiones propias de la autonomía colectiva.
Si bien los derechos humanos han cobrado ya carta de ciudadanía, no es menos cierto que el Neoliberalismo los pretende reducir a manifestaciones de libertad individual o, en el mejor de los casos, de un liberalismo social que suelen estar lejos -cuando no contrapuestos- a las exigencias de igualdad y a la definición propia de los derechos sociales o colectivos.
Los derechos laborales que, predominantemente, participan -como especie- de los derechos humanos, aún hoy exhiben serias dificultades para su vigencia cuando agudizan sus naturales conflictos con los derechos económicos y con las libertades de empresa y de ganancias que desde la perspectiva neoliberal se presentan como presupuestos del bien común o del bienestar general. Que, en el campo doctrinario, se expresan en la pretendida prevalencia de un Orden Público Económico sobre el Orden Público Laboral.
De allí, que una de las responsabilidades fundamentales del Estado esté ligada a la promoción de los derechos laborales, particularmente en aquellos colectivos que muestran mayor grado de vulnerabilidad.
Entonces, la acción estatal está llamada a impulsar cambios profundos en las relaciones laborales, a partir de una profusa legislación social y una intervención -no neutral- en el Sistema de Relaciones del Trabajo, fortaleciendo la posición de trabajadoras y trabajadores, generando nuevos equilibrios con respecto al sector empleador y propiciando la organización concentrada del Movimiento Obrero, facilitando la constitución, desarrollo y consolidación de asociaciones sindicales, así como promoviendo la negociación colectiva centralizada.
Por lo tanto, al pensar –o proponer- una Reforma Laboral debe contemplarse no sólo la dogmática que es consustancial al Derecho del Trabajo preservando los elementos definitorios aludidos más arriba, sino sujetarla al Principio de Progresividad que –incorporado o no al derecho positivo- es de su misma esencia y emana del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Los cambios normativos y el desempleo
Los procesos enmarcados en la Globalización denotan la acentuación de la concentración del capital con prevalencia del capital financiero, así como estrategias empresarias de deslocalización -regional e internacional- y de segmentación tanto productivas como de servicios con el objeto de reducir sus costos operativos e incrementar sus tasas de ganancias.
Todo lo que resulta, por lo general, en desmedro de la calidad, condiciones y retribución del trabajo asalariado, como en una creciente informalidad y el aliento a la sustitución del trabajo dependiente por otras modalidades de vinculación -las más de las veces ficcional- no amparadas por el Derecho del Trabajo, con los consiguientes perjuicios para las organizaciones sindicales y las consecuentes alteraciones en los encuadramientos convencionales colectivos.
La grave crisis que desde hace ya largo tiempo atraviesa la Argentina, pero también se advierte regional e internacionalmente, una vez más se pretende que recaiga sobre las trabajadoras y los trabajadores. Tanto sobre aquellos que han alcanzado una ocupación bajo relación de dependencia, como sobre quienes pertenecen a grupos más vulnerables por no haber accedido o haber sido expulsados de un empleo formal, desempeñarse en el sector informal o permanecer informalizados por ausencia de registración laboral.
La fórmula consiste en hacer responsable de la falta de competitividad de la Economía a los salarios y las condiciones de trabajo imperantes, sostener que las regulaciones normativas son excesivamente rígidas y exigen flexibilizarlas para así generar más empleo, aducir que la normativa es “antigua” y hasta “anacrónica” por lo cual es incapaz de captar las “modernas” formas de organizar el trabajo y las nuevas modalidades de vinculación que exigen otro tanto en los modos de contratación.
Se trata de las clásicas recomendaciones de los Organismos Financieros Internacionales que, además, exigen ajustes a la baja de los llamados costos laborales, reducción de beneficios y reformulaciones del sistema previsional, recortes de prestaciones y cambios urgentes de las condiciones para acceder a la jubilación.
El desempleo es consecuencia de factores macroeconómicos, como de las políticas implementadas a su respecto, y es allí en donde deben buscarse las respuestas para resolver el flagelo de la desocupación. De manera alguna puede plantearse, seriamente, que las soluciones provengan del Sistema de Relaciones del Trabajo ni de las regulaciones normativas.
Los procesos de flexibilización han demostrado, recurrentemente, su absoluta ineficacia en orden a la creación de empleo, tomando en cuenta que no es el grado de tutela lo que inhibe la contratación laboral sino las proyecciones esperables del desarrollo y reactivación económica, que ninguna relación guarda con las alegadas rigideces regulatorias del trabajo dependiente.
De las viciadas modalidades de empleo presentadas como ajenas a las propias del Derecho Laboral (entre otras: pasantías, colaboraciones externas a la empresa, asociaciones autónomas, locaciones de servicios, figuras como la del colaborador o emprendedor –tan usual en las APP-), no puede esperarse más que una maximización de las ganancias empresariales a costa de una mayor explotación y desamparo de quienes así son ocupados.
La posibilidad de recurrir a esa fuerza de trabajo informalizada, como el fomento de su utilización, funciona como un factor más en desmedro de medidas efectivas para combatir o mitigar la desocupación.
Otro tanto ocurre con relación a la eliminación (vía anualización o sistemas de “bancos de horas” o de trabajo “intermitente”) de los límites máximos a la jornada o semana laboral, que al extender a bajo costo el tiempo de trabajo de quienes ya tienen empleo, eliminan toda probabilidad de la ampliación del plantel de personal. Efecto que también se produce con el deterioro constante del salario, que impone extender las jornadas para alcanzar una retribución de subsistencia.
En igual sentido operan otras de las tradicionales propuestas de reforma que apuntan a la reducción de las indemnizaciones por despido, su sustitución por regímenes de “fondos de cese laboral” o su directa eliminación, cuanto menos, con relación a nuevas modalidades de contratación temporaria. Facilitando la destrucción de puestos de trabajo o, en el mejor de los casos, una rotación permanente en los ya existentes que no incide en la cantidad de trabajadores ocupados, sino en el deterioro de la calidad del empleo.
Las acciones del Estado en materia laboral exigen, para ser efectivas en la promoción del empleo, que se articulen con otras políticas públicas -constitutivas de decisiones centrales de gobierno- en ordena al desarrollo económico, industrialización, generación de nuevas matrices productivas y redistribución de la riqueza con mayor equidad.
Medidas, que adquieren mayor trascendencia en periodos de crisis o de excepción como la que hoy convulsiona al mundo entero, con creciente desempleo, precarización laboral y abuso de aparentes contrataciones “no laborales”. Tornando necesario hacer más fuerte al Estado en su rol de articulador de políticas activas de redistribución, que el Capital no persigue; así como impulsar mecanismos que actúen sobre las causas estructurales que favorecen la desocupación, que son las inherentes al denominado Mercado y a sus reglas de funcionamiento.
Suficiencia o insuficiencia de los regímenes vigentes
Una de las recurrentes argumentaciones que tratan de justificar los proyectos de reforma flexibilizadoras, apelan a la insuficiencia del plexo normativo vigente para captar las nuevas formas en que las empresas mercantiles, industriales o de servicios organizan sus actividades y, consecuentemente, la prestación de servicios –no exclusivamente dependientes- de las personas con que se vinculan.
Aducen también que la interdependencia que impone la Globalización exige adaptar no sólo los sistemas laborales, sino toda la red de interconexiones entre los distintos actores –locales, regionales e internacionales- que participan de los múltiples y diversos intercambios.
Todo lo cual conlleva a poner en foco las exigencias inherentes a la productividad y a la competitividad, así como atender a la nueva revolución tecnológica que determina el anacronismo de las regulaciones normativas tal como las conocíamos y que habrían sido pensadas para épocas largamente superadas, haciendo hincapié en las fechas de su sanción.
Habré de referirme para cuestionar esas formulaciones al caso de la Argentina y, por las limitaciones lógicas en cuanto a la extensión de esta presentación, a algunos casos que hoy se exhiben como emblemáticos. Pero fácil será advertir que las subsiguientes consideraciones son proyectables a buena parte de los países latinoamericanos, incluso a Brasil si tomamos la legislación laboral vigente hasta las irracionales y anticonstitucionales reformas concretadas por los Presidentes Temer y Bolsonaro, que retrasaron el reloj jurídico más de setenta años.
En Argentina desde el año 1974 rige una ley general de trabajo, una suerte de código laboral, que es la Ley de Contrato de Trabajo (LCT). Que coexiste con otras leyes –anteriores y posteriores a su sanción- que atienden singularidades de ciertas actividades, o tratan materias específicas (del derecho colectivo, de higiene y seguridad, de accidentes y enfermedades laborales) o atienden a una variedad de temas vinculados al empleo.
La LCT, sin embargo, es la norma por antonomasia que se ocupa de las relaciones individuales del trabajo y ha sido objeto de sucesivas reformas. Algunas abiertamente peyorativas y distorsivas decididas por la dictadura cívico militar instaurada en 1976; otras de similar signo, concretadas en la Década de los ’90 imbuidas de un crudo neoliberalismo; y, como ostensible contratacara, numerosas modificaciones impulsadas entre los años 2003 y 2015 que reinstauraron dispositivos de su texto originario pero que también avanzaron con innovaciones guiadas por los principios rectores de esta Disciplina, ampliando derechos de trabajadoras y trabajadores.
Como podrá advertirse, una primera falacia de aquel razonamiento es la dirigida a la antigüedad de la LCT, teniendo en cuenta las múltiples modificaciones –de uno y otro signo- que se verificaron hasta el presente.
Otra de especial relevancia, es que los diversos institutos que contiene poseen aptitud jurígena suficiente para abarcar los llamados nuevos fenómenos introducidos por las tecnologías de la información y la comunicación (TICs). Cuya trascendencia no se niega, pero que vista su aplicación práctica al Sistema de Relaciones del Trabajo más que modernización ha significado un inconcebible retroceso en las condiciones de trabajo, un retorno a las más deleznables formas de sometimiento, con prácticas más propias del siglo XIX que del siglo XXI, y hasta a la naturalización de modalidades análogas al trabajo esclavo.
Me centraré a los fines antes indicados al trabajo ligado a plataformas digitales (APP) y a modos de trabajo remoto como es el caso del teletrabajo. Que suelen ser presentados por las usinas del pensamiento neoliberal –y sus amanuenses, ya se trate de profesionales del derecho o de los comunicadores al servicio de los medios hegemónicos ligados a las grandes Corporaciones-, como ejemplos irrebatibles en aras de la supuesta “modernización” de las regulaciones del trabajo en sus distintas expresiones.
En cuanto a las APP, qué duda puede caber acerca de la existencia de un vínculo laboral dependiente de quienes ponen su fuerza de trabajo a disposición de aquellos que se sirven de la misma para llevar adelante su emprendimiento, que se incorporan a una organización ajena como ajenos son los frutos de su trabajo, que su desempeño es personal y está sujeto a las decisiones del titular de la explotación, que su jornada (directa o indirectamente) está fijada por quien los emplea, que se encuentran sometidos al poder disciplinario –más allá de cómo se ejercite (reduciéndole las oportunidades de labor, desconectándolo de la aplicación, asignándole las peores misiones laborales)-, que carecen de toda autonomía real para el desenvolvimiento de sus diarias tareas.
Las notas típicas de subordinación (económica, técnica y jurídica) se verifican ostensiblemente, al igual que la posible –y efectivamente cierta- sustitución de su voluntad por quien los ocupa y dirige sus tareas, como el dato –por demás definitorio- que para trabajar deben incorporarse a una organización ajena y quedar constreñidos a todos y cada uno de los mandatos que dispone quien los contrata.
Los llamados glovers, riders, repartidores, colaboradores o asociados, entre otros muchos eufemismos que pretenden disimular su condición de empleados, no guardan ninguna diferencia sustancial con los que –desde antaño y en el marco de una relación de trabajo- prestan servicios de mensajería o de distribución no autónoma de productos. Igual es lo que sucede con los se desempeñan para empresas como Uber o Cabify, en los que se verifican los mismos rasgos determinantes de una relación de empleo más arriba enunciados y que, tampoco, se diferencian de servicios como los que brindan remises, taxis u otras organizaciones de transporte de personas o bienes.
En lo que concierne al “teletrabajo”, que suele erigirse en un instrumento para la consumación de un fraude laboral cuando se lo presenta como tercerizado y la realidad lo desmiente, puede también ser implementado reconociendo una relación de empleo. En ambos supuestos, la clásica normativa laboral es apta para dar cuenta de esa especificidad y ajustar su aplicación en función de las pautas regulatorias existentes.
Si nos detenemos a pensar, cualquiera de las herramientas que definen a las TICs y APP podrían extenderse -y seguramente ello ocurrirá- a muchas otras actividades sin que su utilización constituya una distinción ontológica, que nos haga entender que por su uso desaparece –o se desvanece total o parcialmente- la relación de empleo con quien es ocupado para prestar servicios personales valiéndose de las mismas.
Los postulados precedentes no significan, en modo alguno, negar la posibilidad –e incluso la necesidad- de dotar de normas complementarias o suplementarias a las ya existentes para una mejor regulación de determinados modos de organizar el trabajo con ayuda de ese tipo de tecnologías.
De lo que se trata es de resaltar que son situaciones que no resultan determinantes de la deslaboralización del vínculo que se constituye, ni escapan al alcance de la normatividad vigente y que, en su caso, deberían remitirse para los ajustes prácticos que pudieran ser menester a la negociación colectiva y/o a la incorporación en la legislación como modalidades o submodalidades de contratación siempre apegadas a las reglas básicas del Derecho del Trabajo.
4.- REFLEXIONES PROPOSITIVAS
Son muchas y diversas las cuestiones que es necesario atender para preservar y acrecentar los derechos de trabajadoras y trabajadores, en cuanto puedan ser puestos en riesgo o directamente afectados por los fenómenos de la precarización laboral y la desocupación.
En ese sentido, desde la perspectiva adoptada en esta presentación y circunscripto a los límites inherentes al Sistema de Relaciones del Trabajo, es que cabe proponer las siguientes medidas y acciones:
a.- Una presencia tutelar permanente del Estado con relación a los ámbitos laborales formales e informales, con mayor intensidad en donde se verifiquen mayores rangos de vulnerabilidad.
b.- Políticas públicas con centralidad en la generación de empleo de calidad, con efectivo control del cumplimiento de la legislación del trabajo y de la seguridad social, acentuando la proactividad en orden a evitar la destrucción de puestos de trabajo formales y/o su sustitución por modalidades aparentemente autogestivas total o parcialmente deslaboraizantes.
c.- Promover la libertad sindical y fomentar las negociaciones colectivas, instando a la concertación de mecanismos idóneos para enfrentar situaciones que incidan en el nivel de ocupación, tanto como direccionadas al mantenimiento y creación de empleo.
d.- Propender, principalmente en la excepcionalidad que determina la pandemia del COVID-19, a la creación de instancias estatales y dentro del propio ámbito convencional capaces de dar respuestas inmediatas a los problemas derivados de las suspensiones y despidos colectivos, que también contemplen y desalienten estrategias empresarias que procuren esos objetivos por “goteo” o presentando las desvinculaciones como producto de acuerdos individuales.
e.- Propiciar el reconocimiento legal de la “Emergencia Ocupacional”, junto con medidas dirigidas a la preservación del empleo y, cuanto menos, la prohibición temporaria para disponer despidos -sin mediar justa causa- en el sector privado y en el público si no contaren con un sistema de estabilidad propia.
VI.- Rechazar categóricamente nuevas Reformas normativas flexibilizadoras que, en la práctica, implican el vaciamiento del Derecho del Trabajo, sin posibilidad alguna de favorecer el aumento de puestos de trabajo ni de ofrecer mejoras en los niveles de desocupación ni en la calidad del empleo existente.